EL CONCILIO REAL
EL CONCILIO REAL
Una historia basada en hechos reales
La cosa fue más o
menos así.
En un reino muy muy
cercano había un rey que contaba en su cohorte con un grupo de consejeros,
todos ellos elegidos democráticamente, pues representaban al pueblo. Pero había
algo que no sabían en el reino y era que el rey acostumbraba sentarse a comer
en la misma mesa con solo uno de ellos, el más regordete, bigotudo y comelón.
Algún rey pasado
había propuesto en el reino una estrategia para dirigir las iniciativas reales,
vinculando al pueblo por medio de representantes que, cada cierto tiempo se
reunirían para concertar acuerdos, una loable estrategia para que un rey, sin
dejar de ser rey, no caminara a ciegas con solo su propia visión del reino.
Para el rey
actual era claro que este obeso consejero, con su grupo de atarvanes gavilleros
generaba el suficiente temor en el reino como para mover la balanza a su favor.
Entonces sentados en una de sus francachelas planearon cómo sería su próximo concilio
real: Una mesa en la que solo ellos y sus egos pudieran sentarse a dialogar.
En el consejo
había un caballero joven, no tan apuesto, pero muy inteligente, que notó la
posible estratagema. Con lo cual, valiéndose de su ingenio, convocó a los
sabios del reino para analizar la situación. Entre tanto, el concilio comenzó.
Todos los consejeros llegaron a la mesa, unos vestidos de verde, la mayoría,
otros de rojo y azul, otros de rojo solamente, algunos amarillos. El regordete
y risueño consejero, sentado junto al rey, miraba cómo todos tomaban su lugar.
De apoco se fueron acomodando hasta que el rey habló.
– Bienvenidos al
Concilio Real, en esta ocasión habrá algunas condiciones, los consejeros que
huelan a feo deben irse. - Ante lo cual salieron unos cuantos. – También aquellos
cuya cintura mida menos de doscientos centímetros deben salir. - Otros tantos
abandonaron. – Y, por último, los que no tienen bigote, gracias por venir, pero
deben salir. – Así fueron saliendo uno a uno los consejeros, algunos antes de
irse guiñaban el ojo al gordinflón. Otros agarraban como podían una presa de
los pavos dispuestos en la mesa y salían comiéndoselo tranquilamente. El joven
caballero, en cambio, indignado, trató de oponer resistencia. – Su alteza, esto
es absurdo, ¿cómo en su magnánima cabeza caben tales exigencias, que nada
tienen que ver con lo que aquí vinimos a hacer? – El rey se disponía a responder,
pero lo interrumpió el gordo que, atragantado con un baboso hueso de pavo en la
boca dijo – ¿Y quién es usted para cuestionar al rey?, mejor salga porque le
falta mucho pelo para tener bigote.
El joven se
retira y se da inicio al concilio real. Ingresan al recinto los secuaces del
obeso, con carcajadas celebraron su proeza, acto seguido empezaron a disponer
en pergaminos las cuentas. El rey animado por los halagos del barrigón y sus
lacayos propuso cuanto quiso, los demás solo tomaban nota de todo ello.
Afuera, los
habitantes del reino reclamaban a sus consejeros por su ausencia, pues ya no
estarían representados. El concilio avanzó un par de semanas, entre tanto, el
grupo de sabios analizó la situación, se consultó el pergamino real del antiguo
rey que había creado el Concilio y en uno de sus apartes rezaba “El único
requisito para elegir a los consejeros será la decisión popular y sus
regulaciones para que haya igualdad de participación, quien ose cambiar las
reglas será tomado por tonto.”
Los sabios
llamaron al joven caballero para mostrarle su hallazgo, - Joven caballero, lo
que ocurrió en el concilio fue una injusticia, por más ridículos argumentos que
esgrima el nuevo rey, no hay cabida al desacato. Sírvase Caballero interrumpir
ese "Concilio Ficticio" y comiencen según la ley.
El regordete y el
rey, cansados de tanto vino y comida, yacían adormilados junto a montones
pergaminos escritos. El caballero irrumpe en la sala con los sabios y un par de
guardias, sobresaltados los lacayos brincan de sus asientos profiriendo
improperios. – ¡Abuso! ¡Intrusos! ¡Abuso! – No había argumentos.
Los guardias
incautaron todos los pergaminos que automáticamente fueron anulados. Los consejeros
entraron nuevamente y al rey y al regordete no les quedó mas que iniciar
nuevamente el Concilio, con justicia, democracia y equidad, tal como se había
hecho siempre.
Juan Pablo Monroy Quintero
ANCLADO EN EL TIEMPO
Hay una constante en el SENA Santander que me viene dando vueltas en la cabeza hace rato y no he podido, hasta ahora, sacarlo. Nos encontramos en una situación compleja, en aumento y sin retorno. El SENA está anclado en el tiempo y, al parecer, retrocediendo. He escuchado historias épicas de la institución nacida a la rivera del rio parisino creada para resolver múltiples necesidades de una nación que, desde siempre, se ha regodeado de ser el coloso del cono sur, cuando apenas si estamos siendo la punta de un rombo enrarecido.
Hombres canos sentados en la
razón, porque solo han sido hombres los que he escuchado de esa manera, pueden
demorar horas explicando cómo es que desde su experiencia han tenido las mil
maneras de resolver los conflictos, otras tantas estrategias para mejorar
procesos y unas tantas más para responder a retos que parecieran imposibles.
Pero va uno a mirar el actual acontecer de sus carreras y algunos ya acomodados
con bonificaciones, ilegales algunas y que ya están en proceso, y otros,
detractores de reelecciones y reformas, que se niegan a pensionarse y dejar el
paso a las nuevas generaciones. Y ese es el punto que considero necesario ahondar.
Seguramente a las nuevas generaciones, como a ellos en su momento, tal vez, se
nos van a tener que ocurrir las maneras para poder seguir imaginando una
institución posible, viable, o al menos competitiva.
Esos discursos de todo lo que
supuestamente puede hacer un servidor público si está en gavilla y dispuesto a
lo que sea por defender supuestos derechos, se caen por su propio peso cuando
la gavilla declara a un enemigo común: el que no esta con nosotros está contra
nosotros. Esas pequeñas mafias totalitaristas que pretenden quedarse con todo,
como un niño que cubre con sus brazos los juguetes para que nadie se los toque,
ese mismo niño mocoso y cagado que no sabe que debe escupir el chupo para poder
hablar y reconocer que el tiempo ha pasado, que el barco está a la deriva y que
solo unos cuantos están intentando, como pueden, evitar que se hunda. Esa es
más o menos la sensación cuando se habla con los funcionarios, una desazón, una
desesperanza, una desidia que pareciera contagiosa. Cuan complejo resulta
tratar de hacer que la tripulación de esta nave mire al horizonte. Algunos estamos
acurrucados con un balde tirando el agua hacia afuera mientras otros
simplemente observan con agrado los agujeros que hacen que el barco se hunda, es
más, no solo los observan, sino que los esconden, los consienten, los
aprovechan.
Pero hay esperanza. La esperanza
es saber que aún hay funcionarios con la suficiente conciencia para entender
que, además de sacar baldados de agua, hay que mirar al horizonte, pero no
individualmente, sino colectivamente.
Hace poco, reunidos con unos
aprendices aprendí que la principal sensación que se debería tener como
funcionario ante, lo que osamos llamar “nuestro principal activo”, no porque no
lo sea, sino porque no lo vemos como tal; es vergüenza. Vergüenza por no estar
a la altura de los proyectos de vida de personas que, con un gran sacrificio
emocional, familiar y económico, se disponen cada día para asistir a la
formación. Si usted instructor, funcionario, no siente un poquito de vergüenza porque
siente que está haciendo bien su trabajo, es porque tal vez es uno de los que,
mirando hacia el suelo, solo se está dedicando a sacar agua a baldados del
barco. Porque señoras y señores, si este barco algún día se hunde será única y
exclusivamente responsabilidad de sus tripulantes porque no fuimos capaces de
vernos en el otro como igual, porque nunca entendimos que desde siempre la
humanidad ha evolucionado solo cuando trabaja en equipo, porque estamos
anquilosados en nuestras propias verdades y no reaccionamos al cambio, porque
no entendimos que nuestra misión como servidores públicos no era solo para
servirnos nosotros y nuestras familias, porque mareados en el hedor de los egos
no tuvimos más opción que vomitar, sacudirnos y seguir con una mano remando y
con la otra sacando agua.
Pero hay esperanza. Hay esperanza
cuando, ocasionalmente encontramos en el otro a un interlocutor respetuoso que,
con argumentos y sin tanta emocionalidad, habla y escucha, sobre todo escucha.
Cuando esas hormiguitas silenciosas que no hablan, no porque no sepan, sino
porque no se les escucha, empiezan a dar su opinión. Cuando un aprendiz se
incomoda porque siente que su formación no le está haciendo crecer. Cuando un
instructor entiende que el espacio que ocupa o los elementos que usa no son de
su propiedad y los pone al servicio de todos.
Esta es una invitación a creer
que es posible. No importa que veamos a instructores que tienen dos o tres
trabajos más, no sé en realidad como lo logran, o son muy capaces para
responder con excelencia en todos, o son unos mediocres que a nada le dan su ciento
por ciento. Es posible, aunque haya funcionarios cuyo lema sea “entre menos
tenga que hacer mejor”. Hay esperanza, aunque la respuesta de algunos
directivos para la mayoría de situaciones que se les presentan es “no se puede”
o “ya no sé qué hacer”. Incluso hay esperanza, aunque hay quienes se atreven a
renegar de un hotel y una comida en Santa Marta solo porque, sentados en su
razón, se sienten con el derecho de hacerlo, y hay una distancia enorme entre renegar
y reclamar. Y hay esperanza porque son más los instructores que dan el cien por
ciento dedicando toda su vida a su trabajo, son más los funcionarios en general
que hacen incluso más de lo que les toca, son más los que tienen siempre una alternativa
de solución o una propuesta y son más los que agradecen la bendición del
disfrute en cada beneficio que se recibe por parte de la institución. En este
punto imagino que los especialistas en reniegos estarán pensando “es que antes
si eran confraternidades, es que antes si había beneficios, es que antes…” pues
les tengo una noticia compañeros “renegados” los que más tiempo llevan en la
nave deberían ser los que mayor responsabilidad tienen de su estado actual.
Este es entonces un llamado a la
unidad. Y la unidad no es cantar tomados de la mano alrededor de una fogata, es
la unidad de criterio, la unidad de sentido y de visión, la unidad de compromiso,
la unidad de responsabilidad, la unidad en el respeto, la unidad en las formas
de actuar bajo el principio fundamental de que los recursos públicos son
sagrados y nosotros sus custodios. Y eso se hace de dos maneras
fundamentalmente, vigilando y denunciando. Para ello hay múltiples mecanismos,
seguros y efectivos, algunas veces demorados, pero alguien lo tiene que hacer,
y si no somos nosotros, quién, y si no es ahora, cuándo, y si no es en mi lugar
de trabajo, dónde.
La unidad también desde la
diferencia, porque el disenso es el principio de la evolución. Mirar al horizonte
solo con un par de ojos deja muy pocas alternativas. Todos en su mirada tienen
un aporte que hacer. De hecho, lo hacemos, desde nuestro lugar, pero este
llamado es también porque hay una urgente necesidad de pensar cuál es el camino
institucional que va a trazar el SENA para el mediano y largo plazo. No podemos
solo quedarnos sentados al margen a esperar a ver que “directrices” llegan para
actuar, esa modalidad NO ESTÁ FUNCIONANDO.
Qué hacer entonces, lo primero
sería escucharnos, encontrarnos y reconocernos, en el orden que sea, el
resultado debería ser el mismo, sería imposible que de la interacción de tantas
personas tan capaces, preparadas y positivas no resulten ideas, propuestas,
proyectos e iniciativas que nos permitan dar ese paso, ese difícil primer paso,
que no se sabrá cuál es hasta que nos pongamos en acción y no necesariamente en
acuerdo.
Juan Pablo
Monroy Quintero